CÍRCULO HOLMES

Asociación Cultural

Bienvenido a nuestro cajón de sastre


Efectivamente, este es nuestro cajón de sastre. Aquí iremos poniendo todo aquello que no tenemos integrado en los demás menús. De momento podeis disfrutar de Entrevistas, Podcasts y Artículos que iremos colgando a medida que podamos. Ya podeis ir disfrutando de las buenas entrevistas realizadas por nuestro Jabez Wilson particular, Luís de Luís y de algunos podcasts que hemos recuperado por ahí, alguno de ellos realmente importante y difícil de conseguir. ¡Pasen y vean!


Última 5 entradas

  • Entrevista a Natalia Fisac
  • Entrevista a Miquel Giménez
  • Entrevista a Alejandro Castroguer
  • Entrevista a Rafael Marín
  • Entrevista a Alejandro Morales Mariaca

Calendario

Febrero 2024
Lu.Ma.Mi.Ju.Vi.Sá.Do.
 1234
567891011
12131415161718
19202122232425
26272829 
Marzo 2024
Lu.Ma.Mi.Ju.Vi.Sá.Do.
 123
45678910
11121314151617
18192021222324
25262728293031

No hay comentarios nuevos

  • No hay comentarios

Archivos

2019:Diciembre
2018:Marzo | Abril
2017:Mayo | Septiembre | Noviembre | Diciembre

08.12.2017

Entrevista a Juan Requena

“En cierto modo, Holmes siempre fue alguien de la familia”.

Entre las armas y las letras escogió las segundas para hacer verdadero daño. Maneja la pluma cual florete con habilidad de espadachín y precisión de cirujano., Cual Tenorio, hostil y amatorio; cual Iglesias, truhán y señor y, cual Pekenike, embustero y bailarín, el barón de Maupertuis baja la guardia y sale, excepcionalmente, de la penumbra en la que, escurridizo, disfruta amparándose para, cortés y valiente, mendigo y aficionado, (des) mentir su leyenda y, de paso, agigantarla hasta su siguiente (des) aparición.
Nobleza obliga.

juanrequena.jpg

¿Cuándo conoció a Sherlock Holmes?
En cierto modo, Holmes siempre fue alguien de la familia. Recuerdo con nitidez, en la modesta biblioteca de mis padres, donde abundaban más los libros de historia y los ensayos del Dr. Marañón que las ficciones literarias (aunque tal vez no haya mayor ficción que la historia), un tomo encuadernado en piel rojiza que contenía algunas de sus aventuras. Era el primero de los dos volúmenes del “Canon” (entonces nadie lo llamaba así) publicado en la década de 1950 por la editorial Aguilar en la colección “Joya” y recogía, entre otros textos, Estudio en escarlata y Las memorias de Sherlock Holmes. El tomo, desemparejado, hacía compañía en los estantes a Historia de dos ciudades, varias novelas de Somerset Maugham, casi todo Pitigrilli, Sinuhé el egipcio, mucho Balzac, Gog y Juicio Universal de Papini, Amok, unas obras (casi) completas de Oscar Wilde, Los piratas de Malasia, la trilogía de la vida de Baroja y una edición en francés de Bajo el volcán.

¿Y sus primeras lecturas?
No fue sin embargo a través de la lectura que descubrí al detective (prefería El último de los mohicanos o las andanzas de los héroes de Karl May), sino gracias al cine, encarnado en el rostro de nariz superlativa de Basil Rathbone, espadachín legendario y villano elegantísimo, en las películas de la 20th Century Fox y la Universal. Mediometrajes que aún veo con agrado, a pesar de las bufonadas de Nigel Bruce, los anacronismos o el extraño peinado a lo Chateaubriand con que la Universal dotó al personaje a partir de un determinado momento. Me gustaba mucho el arranque de esas películas sin pretensiones, con las sombras alargadas de Holmes y Watson deslizándose ominosas sobre el pavimento de un Londres de estudio. Una imagen que anunciaba enigmas y entretenimiento en blanco y negro; la excelente El Misterio de la Pirámide se inspiraría en ella después para iniciar su trama. Luego vino el enjuto y siempre eficaz Peter Cushing, otro viejo amigo de las sesiones continuas, pero el encuentro con el personaje literario sólo ocurrió más tarde, cuando intentaban demostrarme que el Derecho era verdadera ciencia en la Universidad.

¿Entonces?
Me sorprendieron entonces lo ameno de la narración (Doyle nunca defrauda en ese sentido); la importancia de la amistad entre los dos compañeros de apartamento y su juventud, recuperada en el siglo XX en la serie de Freeman y Cumberbacht. También la inquietante negrura de algunas situaciones apenas insinuadas y, por supuesto, la fuerza del héroe absoluto de las cuatro novelas y cincuenta y seis relatos cortos que componen el corpus holmesiano. Fuerza que le ha permitido resistir a innúmeros pastiches y versiones de cuestionable calidad perpetrados a su costa.
    
¿En qué momento surgió la fascinación por el personaje?
Desde que lo vi por primera vez en la pantalla de un cine, lo cual no tiene nada de extraño.

¿Qué le cautivó del personaje?
Holmes es una manifestación del superhombre popular o del héroe clásico pasado por el tamiz del folletín decimonónico. Su flema tan británica, su dandismo fin-de-siècle, muy marcado en las primeras novelas y cuentos, son facetas muy atractivas, pero quedan en segundo plano frente a la prodigiosa capacidad de observación e inducción del detective de Baker Street. El método y la afectada soltura con que expone sus conclusiones y resuelve el problema criminal planteado ante a un Watson o un lamentable funcionario policial, siempre admirativos, cautivan inevitablemente.
El personaje representa además el valor del razonamiento frente a la violencia y el desorden delictivo. Obviamente, Holmes es un producto del racionalismo científico del siglo XIX, un héroe positivista. Pero es también un héroe positivo, que combate el mal aniquilando dragones (Milverton, Gruner, Moriarty, Roylott…) o liberando damiselas en peligro y almas inocentes a golpe, principalmente, de conjeturas fundadas en evidencias empíricas. Como todo superhombre, tiene desde luego rasgos del justiciero que sobrepone, a veces, sus acciones a la debilidad de las leyes humanas, pero sin caer nunca en la venganza, lo que le diferencia de Edmundo Dantés, el superhombre folletinesco por excelencia.

¿Qué le (con)venció?
Ahora bien, si lo que primero cautiva del personaje son sus métodos, su aparente omnisciencia y su petulancia de dandy, pronto la atención se desvía hacia sus debilidades o hacia lo que apenas emerge o se calla en las narraciones: El origen de su drogodependencia y su ciclotimia, claro, por ser lo más obvio. Su enorme soledad (comparable a la de su hermano mayor Mycroft) y su casi total ausencia de auténticos amigos (Watson y la Sra. Hudson son quizás las únicas excepciones). Su devoción excéntrica por los estudios sobre materias variadísimas y abstrusas, otro rasgo de persona muy solitaria. Sus gustos literarios y musicales románticos, que combinan mal con su aparente misoginia. Los motivos por los que visiblemente no completó sus estudios universitarios o del declive patrimonial de sus antepasados, terratenientes rurales que no dejaron rentas a sus herederos solterones… Y lo mismo ocurre con Watson, herido no se sabe muy bien si en una pierna o un brazo, aficionado en exceso a las apuestas, que oculta un hermano alcohólico al que probablemente él mismo envió a un asilo… 

¿En qué momento se sintió, eso que venimos a llamar, “holmesiano”?
Toda esa información fragmentaria, hábilmente distribuida a lo largo de los nueve libros canónicos, mezclada con una geografía urbana reconocible o –maña muy balzacquiana– con la reaparición de figurantes y secundarios en aventuras distintas, humaniza a los personajes y los va instalando en una realidad casi tangible para los lectores. Pero cuando el que lee empieza a preguntarse por los vacíos y a cuestionar las incongruencias de lo relatado y, sobre todo, cuando comienza a divertirse con tan singular hermenéutica, es cuando de verdad corre el riesgo de convertirse en “holmesiano”. Luego viene la profesión de fe: “Holmes existió, Watson era su evangelista y Conan Doyle un mero agente literario aprovechado”. Más tarde surge la burla de la familia y el estupor de los compañeros de trabajo. Al final de la jornada, siempre pueden aparecer un barbero y un cura que te quemen los libros.
En mi caso la epifanía (es un decir) sobrevino en la Wallace Collection (esta precisión queda muy cosmopolita), cuando inferí que en un cuadro de Horace Vernet allí expuesto estaba la zapatilla persa en la que Holmes guardaba su tabaco de pipa. El verbo había salido de lo impreso e invadido el mundo sensible, como un ectoplasma palladiano. Después entré en religión; en otras palabras, ingresé en la extinta Actas de Baker Street y enseguida en la Sociedad de Mendigos Aficionados de Madrid. Razón por la que, supongo, estoy ahora contestando a sus preguntas.

Holmes dice que los hobbies, las aficiones, hay que seguirlos hasta el final; usted lo ha hecho, su holmesianismo es todo menos superficial…
No es superficial, pero desde luego sí es superfluo. En cuanto a las aficiones, hay que seguirlas sólo hasta donde tus medios y tus médicos te lo permitan. Al barón Grüner, destinatario de aquel comentario, le salieron caras. Los coleccionistas nunca salen bien parados en el Canon.

No es ajeno al Tarot…
En la ecléctica biblioteca familiar había también obras muy curiosas: textos pesadísimos de Alain Kardec y del propio Conan Doyle sobre espiritismo; biografías de Cagliostro y el Conde de Saint-Germain; libros dedicados al vudú y la santería caribeña, varios números de la revista Horizonte y el clásico de Oswald Wirth, Le Tarot des Imagiers du Moyen Âge, entre otros muchos volúmenes que aún conservo. También había dos mazos del Tarot, el diseñado por Waite y Pamela Colman-Smith, y uno mucho más antiguo del Tarot de Marsella editado por Grimaud que aún hoy está en excelente estado de conservación a pesar de sus más de setenta años y del frecuente barajar. A mí este último juego de cartas me producía de niño cierta aprensión, también la baraja española, asociada inconscientemente a presagios amenazantes. Quizás por eso nunca he jugado, ni juego, a los naipes… Sea como fuere, los arcanos mayores y menores eran algo tan natural para mí como los cromos de Maga.

Un día vio el Tarot entre el Canon
En 1997 ya me pareció vislumbrar la presencia del Arcano V, El Papa o El Hierofante, en la aventura titulada La desaparición de Lady Frances Carfax. Pero la posible conexión entre todos los arcanos mayores y el Canon surgió al advertir la curiosa semejanza entre algunas ilustraciones realizadas por Sidney Paget para el Strand y los motivos tradicionales de las cartas: el vagabundo encorvado (El Loco), Holmes con sus retortas y tubos de ensayos (El Mago), Violet Hunter sentada con un libro abierto (La Papisa), el corpulento cenobita del Club Diógenes … La subsiguiente relectura de todas las aventuras puso de manifiesto, al menos para mí, que aquella hipótesis en principio inaudita pudiera estar fundamentada. Al fin y al cabo, la influencia del Tarot en numerosas obras artísticas contemporáneas del corpus canónico era un hecho indiscutible.

¿Cómo por ejemplo?
Drácula de Bram Stoker, es una muestra bastante evidente. La tierra baldía, de T.S. Eliot o muchos poemas de Yeats también han recibido el influjo de las cartas, y antes de ellos, Nerval o Baudelaire ya se habían entretenido con lo que alguien llamó “la máquina de imaginar” para componer sus obras, en una época en la que el simbolismo y la afición por lo oculto eran moneda corriente. Hay ejemplos más actuales. Pienso en El castillo de los destinos cruzados, de Italo Calvino, en una película menor no carente de interés, El violín rojo, o en toda la saga de Harry Potter, basada en buena parte, consciente o inconscientemente, en los mismos arquetipos de aquellos viejos naipes italianos del primer Renacimiento: los gemelos pelirrojos; Hermione Granger siempre con un libro en la mano (¿La Papisa?); Dumbledore cayendo de una altísima torre; Sirius Black y el profesor Lupin enfrentándose, transformados en cánidos, en una noche de plenilunio. Del mago que muere y resucita constantemente en cada libro, ya ni hablo…  

Y en algún momento decidió convertir las relaciones entre el Canon y el Tarot en un libro
En diciembre de 2007, un año, como el que le precedió, muy triste y complejo para mí. El origen fueron las notas para una pequeña ponencia preparada con motivo de la reunión en Madrid, el 2 de mayo de 2008, de los miembros de Círculo Holmes en el centro cultural Blanquerna. En ese momento se presentaron ya las principales conclusiones de lo que el 6 de enero de 2009 tendría forma de libro: El caso de la baraja perversa.

La desaparición de Lady Frances Carfax es, en cualquier caso, un cuento especial en el Canon y para usted…
Es un cuento raro, marcado por la crueldad propia de los cuentos de hadas. La trama, como bien ha señalado Antonio Iriarte, es tributaria del relato de  Sheridan Le Fanu titulado La posada del Dragón Volador, aunque el homenaje a Stoker no es descartable; pero su interés para mí radica en ser el primer relato donde advertí la acumulación de abundantes  elementos mítico-religiosos que iban a abrir la puerta a otros niveles de lectura.
En La desaparición de Lady Frances Carfax tenemos, por supuesto, un sentido literal, que explica la búsqueda de una aristócrata solitaria secuestrada por unos facinerosos que, tras después de robarle sus escasos bienes, deciden completar su serie delictiva enterrando prematuramente a su víctima, narcotizada pero aún con vida, junto a un auténtico cadáver. Tal vez una de las peores formas de morir. En paralelo, se revela sin embargo un segundo nivel de lectura, menos evidente, donde lo narrado no es ya sólo una indagación detectivesca, sino un drama que sigue con fidelidad el patrón de los llamados ritos de pasaje.
Así, sobre los elementos naturalistas del caso y partiendo de personajes y escenarios convencionales, Doyle (o Watson) recrea voluntaria o involuntariamente mitos arcaicos, como el rapto de Perséfone o el descenso de Isthar al inframundo, muy comunes en el imaginario masónico, que unidos a una carga alegórica puramente cristiana convierten al conjunto en una especie de apólogo moral sobre los peligros que para el alma entraña el abandono del recto sendero. De ese modo, el viaje de lady Frances Carfax (literalmente, “dama-libre-encrucijada”) se transforma en un iter mysticum donde la aristócrata perdida —trasunto del ánima—, después de sufrir los engaños del mundo y el Diablo (la pareja de secuestradores, moradores de “la casa oscura”), tomar “una ruta tortuosa” (sic) y exponerse a la equivocación irreversible (inreameabilis error) llega, a través de la muerte aparente, a la redención final.

Volviendo a la baraja… ¿No forzó a las cartas para que le dijesen lo que quería oír?
Los naipes llevan en sí la tentación de la fullería para violentar la suerte. El Mago, Le Bateleur –le bas te leurre– es un tramposo vocacional y el narrador también, pero he procurado ser honesto. Sólo en dos ocasiones, y el lector mínimamente atento las descubrirá de inmediato, me he permitido barajar y levantar de nuevo las cartas para revelar un sentido que no hallaba en la primera tirada.

“The odds are enormous against being coincidence”. Las correspondencias que encuentra, las similitudes, las identidades entre cuentos y cartas, son, a veces, pasmosas…
Una coincidencia, dos, incluso tres, serían admisibles, pero más de una veintena es mucha casualidad, ¿no le parece?
La tesis del libro, sintetizada en su epílogo, es plausible; no sólo por el ambiente cultural (déjeme que utilice el término Weltanschauung) en que el Canon se gesta y escribe, sino también por las particulares relaciones de Conan Doyle (o Watson, como prefiera), con el mundo del esoterismo y la simbología.
Bajo su apariencia pseudo-naturalista, el Canon está repleto de símbolos, citas bíblicas, algunos turbadores anagramas y, sobre todo, arquetipos. Y esa es quizás la causa de su longevidad y atractivo. Tanto el Canon como el Tarot se nutren de la misma sustancia, la de los sueños, y ambos son susceptibles de “interpretaciones sin término” como predicaba Borges de los llamados clásicos. Eso ha facilitado sin duda las correspondencias entre ambos.

De hecho, el Tarot no hace otra cosa que recoger los mitos y los paradigmas por los que se ha regido y/o explicado el ser humano…
Así es. Mitos enraizados en la cultura clásica occidental, con la aportación oriental siempre jugosa del judeocristianismo, pero simplificados en la Europa del primer Renacimiento para que personas a veces iletradas, o sin acceso a las obras filosóficas o teológicas en que aquellos se exponían, accedieran a una determinada cosmovisión.
Las décadas finales de la era victoriana, largo período que termina en realidad con la Primera Guerra Mundial, coinciden con el predominio del simbolismo en el arte. Es igualmente y no por acaso la época de Freud, que trata de explicar la psique del individuo con símbolos y mitos antiguos, a través de un método cuyas similitudes con el de Holmes han sido puestas de relieve muchas veces. Eso explica también la popularidad del Tarot entre los intelectuales de aquel período, que no dudaron en servirse de las imágenes de los naipes para, lógicamente, “imaginar” historias o exorcizar sus propios demonios personales.

La Luna, el decimoctavo arcano narra, literalmente, el Sabueso de los Baskerville
Es cierto. En el naipe encontramos todos los temas de una novela voluntariamente tributaria del folclore y la mitología clásica. Construida sobre arquetipos e imágenes muy poderosas, no es de extrañar que la del perro infernal de los Baskerville sea una de las aventuras preferidas de los lectores y de los productores de cine.

“Ese ser desdichado, que lo ha perdido todo”, el Arcano sin nombre, es Henry Wood, uno de los personajes más trágicos y malhadados del Canon…
Hay muchos seres desdichados en el Canon; mujeres, principalmente. Wood es uno más, aunque  es verdad que representa como ningún otro al homo viator, pintado también encorvado por El Bosco, vapuleado por el destino en un mundo brutal.
Este triste personaje parece, por cierto, el duplicado seglar de Pedro García, sacerdote jesuita que ha sufrido martirio y mutilaciones en las montañas del Tíbet, protagonista de un cuento de Conan Doyle titulado La confesión; relato con reminiscencias de la historia de Pedro Abelardo y Eloisa, ambientado en un convento lisboeta y publicado en 1898, creo, aunque escrito posiblemente antes, donde las referencias a los terribles infortunios de la vida son explícitas.

En una celebérrima frase el propio Sherlock Holmes intenta encontrar una explicación al sentido de la existencia, que, por otra parte, es la clave de bóveda de la ética del Canon: “Los manejos del destino son, en verdad, difíciles de comprender. Si no existe compensación en el más allá, entonces el mundo no es más que una broma cruel”
Esta idea la manifiesta Holmes en La inquilina del velo, otra dolorosa historia de confesión, y enlaza con lo dicho anteriormente y con un pensamiento de naturaleza similar expresado muchos años antes en La caja de cartón. Espere que coja el libro, que mi memoria no da para tanto. Aquí está:
“¿Qué sentido tiene todo esto, Watson? […] ¿Qué propósito persigue este círculo de aflicción, violencia y miedo? Sin duda ha de tender hacia algún fin pues, si no, nuestro universo está regido por el azar, lo cual es inconcebible. Pero ¿qué fin? Ahí tiene usted el eterno problema sobre el cual la razón humana está tan lejos de poder responder como siempre.”.
En este segundo texto (el primero, si atendemos al orden de publicación de los relatos), no se alude aún a la eventualidad de compensar una vida terrenal desventurada en un más-allá benéfico, pero se rechaza la posibilidad de un universo gobernado sólo por el azar, lo que sugiere, junto con el famoso monólogo de la rosa de El tratado naval, que la espiritualidad del detective podría tender hacia un vago deísmo secular, similar al de su admirado Winwood Read o al de los Enciclopedistas, que descree de lo sobrenatural e ignora cualquier religión institucionalizada. Repare que a Holmes le gusta disfrazarse de clérigo (católico o metodista, lo mismo da) y que apenas hay hombres de iglesia serios en las páginas del Canon.

Si los hay fuera…
En cualquier caso, la reflexión de La caja de cartón guarda un extraño parecido con la parrafada que Diderot le atribuye, en su Lettre sur les aveugles à l’usage de ceux qui voient, al matemático ciego Nicholas Saunderson, profesor lucasiano de matemáticas en la universidad de Cambridge, en una disertación sobre la existencia de Dios mantenida en su lecho de muerte con un reverendo apellidado… Holmes:  
“Qu’est-ce que ce monde, monsieur Holmes? un composé sujet à des révolutions, qui toutes indiquent une tendance continuelle à la destruction ; une succession rapide d’êtres qui s’entre-suivent, se poussent et disparaissent : une symétrie passagère ; un ordre momentané.”
“Una simetría pasajera, un orden momentáneo”… Todos los esfuerzos desplegados por Holmes y Watson en sus aventuras no tienen en el fondo otro designio que el de darle la vuelta a esa meditación desengañada del ciego matemático: restablecer (siquiera durante el breve tiempo que dura su lectura) una simetría o un orden, natural o divino, poco importa, alterados dramáticamente por la maldad humana.   

El pecado, el mal, se contrarrestan con la fuerza, entendida como una mezcla de resiliencia y resignación…
Con la resignación lo dudo, pero sí combinando la fuerza, entendida como valor para hacer frente a la adversidad, con la justicia retributiva.

“El precio del pecado (the wages of sin), Watson”. A lo largo del Canon, una y otra vez, se hace justicia en vida, se hace la justicia bíblica; un ojo por un ojo como si la tirada de cada personaje la presidiera la carta de la Justicia (el octavo Arcano). La palabra precio ya es muy reveladora …

Sí.

Holmes parafrasea en esta ocasión a Pablo de Tarso para resumir el viejo principio de que la pena es consecuencia directa del delito. “El que la hace, la paga”, vaya. Sin embargo, como bien señala, las penas en el universo del Canon suelen aplicarse en este mundo y no parece que las administre un poder ultraterreno, sino la propia naturaleza: los animales, el agua purificadora, la enfermedad, la mano de una mujer velada…  Estaríamos por tanto ante una concepción inmanente de la justicia; lo que resulta siempre mucho más satisfactorio para los lectores que el castigo invisible del malvado en un hipotético más-allá totalmente intangible y, en principio, contrario a los postulados del positivismo holmesiano.
De todos modos, la formación católica de Conan Doyle avalaría igualmente la posibilidad de una justicia transcendente más acorde con la cita paulina; pues nada impide a la todopoderosa divinidad servirse de aquellos instrumentos naturalistas (todos ellos con una altísima carga simbólica) para sancionar en vida los hechos que calificó y juzgó como pecados antes de llegar el Juicio Final. Supongo que en ese tribunal de las postrimerías regirán también para estos casos los principios de non bis in idem y de la cosa juzgada…
Inmanente o no, la noción de justicia es consustancial al relato criminal y uno de los factores que justifican su éxito entre la mayor parte de los lectores. Y si esa justicia se concreta aquí y ahora, compensando lo que no ocurre por lo general en la vida, pues mucho mejor. La trilogía original de Millenium, con su heroína superhumana, es un ejemplo de la persistencia del concepto de un “mundo justo” o convertido en tal gracias a los trabajos del semidiós justiciero.

El pecado, el mal, se combaten con la templanza…
En el Ejército de Salvación sí, desde luego. Pero es virtud algo floja, que asocio al templa-gaitas. Al mal hay que echarlo con cajas destempladas o acabará ganando, de hecho lo hace casi siempre. Es virtud poco cultivada en el Canon.

Una vez le escuché que el Canon huele a semen y a coñac…
Parece una boutade y tal vez lo sea, pero tiene sentido. Por las páginas canónicas desfilan incontables borrachos y la sexualidad destructiva, a menudo asociada al alcohol, es más explícita de lo que parece. Hay sadismo, pasiones obsesivas (pienso en Los Bailarines o en El Círculo Rojo), adulterios desgraciados, uxoricidios. La sombra del incesto, el mal venéreo incluso, abordados de una manera muy críptica para el lector actual pero no para el contemporáneo del Dr. Watson, son temas no menos recurrentes.

El Canon no es país para niños.

Premonitoriamente Thaddeus Sholto anticipó la decadencia y muerte ingrata e injusta de Oscar Wilde, que corroboró Arthur Conan Doyle en The Leather Funnel
En un artículo muy breve, “El signo premonitorio”, desarrollé esa curiosidad que ha pasado por lo general desapercibida entre los especialistas.  A los colegas de Doyle en la Society for Psychical Research les habría hecho gracia.

Le cito: “Edwards/Mc Murdo, no es el Mesías y del infierno no sale nadie”.
Como en La desaparición de Lady Frances Carfax, también El valle del terror presenta características propias del relato alegórico, de raíz predominantemente cristiana en este caso, y la cita debe interpretarse desde esa perspectiva. 
Si adoptamos el punto de vista realista, El valle del terror es, como ha defendido usted con brillantez, un precedente de Cosecha Roja; pero si abordamos la narración desde el simbolismo, la trama adquiere una dimensión muy diferente, con un valle minero que es un trasunto del valle de la Gehena al que Edwards, alias Mc Murdo, Judas de los Scowrers, desciende para liberar a las almas que en él estaban presas, como se predica de Cristo en el Credo católico. Y esto no porque lo diga yo, sino porque el propio Edwards así lo sostiene en un parlamento asombroso.
A diferencia de su referente evangélico, Edwards nunca podrá dejar el valle, pues los acontecimientos sucedidos en ese lugar de desesperación le perseguirán hasta el día de su muerte en Birlstone, donde se oculta bajo la personalidad del indiano Douglas.
Más allá de sus alusiones simbólicas, en esta cuarta y última novela del ciclo holmesiano, el autor vuelve a uno de los temas capitales del Canon, el del destino implacable, el del pasado que no pasa o pasa factura. La culpa pretérita y remota que se creía escondida, finalmente revelada y castigada como en cualquier tragedia clásica o un buen film noir

Logias, organizaciones y sociedades secretas intentando tomar las riendas del poder… ¿para conseguir qué?
Vivir mejor a costa de la masa es la vocación de cualquier élite, aunque no lo digan sus miembros para que aquella les siga. La masa la componen siempre los otros, claro.
Desde el punto de vista literario, el gusto por las sociedades secretas hunde igualmente sus raíces en el folletín popular del siglo XIX, donde suelen aparecen como auxiliares del superhombre en su faceta oscura de aciago demiurgo (Vautrin, Balsamo, Montecristo, Moriarty) o como temibles antagonistas del héroe, cuando este actúa como un avatar de Ormuz, el dios luminoso. Por cierto, si me permite la referencia pedante, “Sherlock” significa “el de cabello brillante” en Old English… Pero volvamos al objeto de su pregunta.

Eso…
Las sociedades secretas poseen muchos de los atributos de Dios –la omnisciencia y la ubicuidad, la omnipotencia, la invisibilidad, el poder de castigar impunemente–  y sirven para imaginar que las cosas suceden conforme a un plan o un diseño racional en un mundo que ya no cree en la Providencia. Así ocurre también en el Canon, donde, efectivamente hay muchas, normalmente dañinas y, por lo general, presentadas como manifestación de la justicia inmanente (o como instrumentos de la providencia punitiva de la divinidad, si lo prefiere), más que como genuinas oponentes del detective de Baker Street.
Las organizaciones ocultas son un recurso muy rentable y aún vigoroso en el mundo de la ficción: Sax Rohmer, Ludlum, Daniel Easterman o el mediocre Dan Brown lo prueban.

Desde el prólogo, hay un suave y contenido humor que recorre todo El caso de la baraja perversa
El humor debería ser una de las virtudes cardinales. Sólo con humor puede aceptarse la idea de que personas hechas y derechas dediquen mucho tiempo y un arsenal de erudición inútil a un personaje inexistente. El humor es consustancial al “holmesianismo”; sin él entraríamos de lleno en la paranoia, el puro disparate o la exégesis bíblica.
El humor es también un arma poderosa contra la sinrazón, por eso Holmes lo practica a menudo.

El caso de la baraja perversa no sería igual sin las exquisitas y melancólicas ilustraciones de Jose Luis Errazquín…
Posiblemente no sería.
José Luis Errazquin, una de las personas más animosas que conozco, no sólo aceptó el reto de dibujar un mazo insólito e inédito a partir de mis notas de 2008, sino que me forzó a darme prisa con el teclado para poder estar a la altura de su enorme capacidad productiva.
José Luis captó de inmediato la esencia del asunto y sus ilustraciones, premeditadamente ingenuas y coloristas, pero llenas de sutiles referencias pictóricas, cinematográficas y literarias, son dignas herederas de las imágenes del Tarot de Marsella. Otros han pretendido atribuirse luego ese mérito, pelo lo cierto es que el primer tarot holmesiano del mundo fue editado en Madrid en enero de 2009 y su autor fue José Luis Errazquin.

Se conocieron como miembros de La Sociedad de Mendigos Aficionados, una sociedad secreta o, al menos incógnita, que recoge las maneras de ser de los Baker Street Irregulars…
En sentido estricto, no, pues la Sociedad aún no existía cuando los que luego seríamos sus fundadores nos vimos por primera vez.
Sobre la mitología fundacional de la Sociedad de Mendigos Aficionados poco cabe aportar. Si obviamos lo del magma primigenio, la evolución de las criaturas mono-celulares, el pez que repta sobre la tierra, los dinosaurios, el homínido que se yergue y todo eso, la historia se remonta a la primavera de 1993, cuando siete individuos con ocupaciones y orígenes dispares acudieron a un tugurio de la calle de la Unión en respuesta ciega a una convo¬catoria redactada en términos enigmáticos por un aficionado a las aventuras de Sherlock Holmes miembro, como los exiguos destinatarios de su misiva, de la hoy desaparecida asociación Actas de Baker Street. Fue una cita extraña, en la que al menos yo me mantuve durante unos minutos a distancia razonable para  evaluar a los otros y poder marchar sin darme a conocer. Luego me venció la curiosidad, me acerqué y empecé a estrechar manos.
La carta del promotor de aquel encuentro no prometía prodigios, pero los hubo. Prodigio fue que aquellos sujetos de dudosa sociabilidad, pasada ya la edad de las amistades rápidas, empezaran a hablar, corno si se conocieran de toda la vida, sobre algo tan improbable como las andanzas de un detective victoriano. Y prodigio es que sigan haciéndolo casi veinticinco años después en las cada vez más raras ocasiones en que consiguen juntarse para almorzar o cenar en algún restaurante oculto tras la fachada de un guardamuebles.

Hay quien dice que les conoce, hay quien dice que les ha visto, hay quien dice que no existen… Hay quien les acusa de huraños, de distantes, de luces cegadoras, de disparos de nieve
Poca gente nos conoce o nos ha visto y somos tan huraños como los enanitos antes de Blancanieves (o después de que se largara con el príncipe); algo que los miembros de la Sociedad nunca han ocultado. “L’aristocratique plaisir de déplaire”, diría alguno, pero yo creo que todo se resume a una cuestión de timidez. Los grandes objetivos humanistas que la Sociedad se fijó en el momento de su creación desmienten cualquier malevolencia.
En algún lugar de su Carta Fundacional, la intratable Sociedad de Mendigos Aficionados de Madrid se ha definido como una entidad “filantrópica”, “cultural” y “ocasionalmente etílica”. Lo primero es rigurosamente cierto, lo segundo pretencioso y lo tercero ocasionalmente falso.
Si matizamos el último calificativo (la sociedad no es un templo de la embriaguez y algunos mendigos son tan frugales como un estilita) los otros dos pueden servir para acercarnos a la realidad inefable de la Sociedad de Mendigos Aficionados.

¿La Carta Fundacional?
La referencia a la Carta Fundacional puede moverle a engaño, ya que a pesar de disponer de unos espléndidos y excéntricos estatutos, la Sociedad es virtualmente anómica… y anémica pues, como la del Fénix, “la secta nunca fue numerosa y ahora son parcos sus prosélitos”. En un momento de expansión incontrolada llegamos a ser nueve, pero las cosas volvieron a su cauce.

Son mendigos de pedir, no de dar
Aunque es propio de mendigos pedir y no dar, la filantropía y generosidad de la orden son legendarias y es un hecho que la hermandad ha transmitido al mundo su sabiduría porque le daba la gana, por pura soberbia y por estricto amor al arte. A pesar de que nunca han existido cuotas (algo incongruente con la condición misma del ser mendicante) la Sociedad llegó a publicar en sus años de máxima incontinentia calamii tres anuarios, cuatro o cinco monografías y una quincena de boletines (The Stranded). Todas estas publicaciones eran de facto gratuitas, lo que tuvo dos efectos perversos: el primero y más obvio, producir importantes agujeros en los bolsillos de los desprendidos pedigüeños. El segundo, privar al producto de su valor, pues es sabido que lo regalado no lo tiene.
Como habrá podido inferir, el ejercicio de la mendicidad es un placer carísimo. No es mendigo quien quiere, sino quien puede permitírselo.
En cuanto a la naturaleza “cultural” de la hermandad, debe interpretarse a la luz de los deberes que pesan sobre sus miembros.

¿Qué son?
Estos deberes, “pocos en número, fáciles en su cumplimiento y ligeros en su llevanza”, se limitan, según reza el artículo 15 de la Carta Fundacional, al “ejercicio de las más nobles facultades humanas: hablar, leer y escribir”. Facultades que son la base misma de la cultura, entendida en todo caso por el mendigo como un instrumento lúdico de primer orden. Un arcón lleno de juguetes en el que conviven, con tolerancia escandinava, Ordet, El séptimo sello, «El Sueco» de Forajidos y los vikingos de Fletcher. El placer de conversar, viajar o perder el tiempo; la dialéctica hegeliana, Caperucita Roja, los órdenes dórico, jónico y corintio, El prisionero de Zenda y el Avesta. La Hammer y Hammerstein (sin Rodgers), la caverna de Platón y el río de Heráclito. Mozart y la aracnodactilia de Paganini; Klimt, siete canciones de Dylan, El jardín perfumado, el Kama Sutra y alguna guarreria tántrica. Corto Maltés y un halcón de la misma nacionalidad. Una ojiva gótica, un Ribera del Duero y La Lucha de clases en Francia; los oricios la manzanilla de Sanlucar y un arquitrabe. Orlando de Lasso y el rinoceronte de Durero. Obras muy espesas de escritores alemanes o suizos o checos; el ajedrez, la geometría no euclidiana, una pipa Dunhill; la fabada, Valle Inclán y el argumento de San Anselmo. Un tabú de Freud, una columna salomónica y Los Siete Pilares de la Sabiduría. Los números irracionales de Bombelli, las mónadas, el teatro, los dobles de Perutz, las suras del Corán, el telegrama de Balaklava, las glosas del Talmud y el Poema de Gilgamesh. Una lente tallada por Spinoza, las caries de Drácula, La Odisea, los hoplitas y los centauros (incluidos los del desierto). Los aforismos de Schopenhauer, un cuento sufi, el tupé de Tintin, la Puerta de Tannhäuser y la Sublime Puerta. Fort Apache, las sarnosas del Rajastán y los buñuelos de Sidi Bou Said. Un barco pirata, el avión rojo de combate, el cofre del muerto y la botella de ron. Pinocho, Chapete, El hombre que pudo reinar y la Biblia en verso. En resumidas cuentas, en la Sociedad de Mendigos Aficionados cabe de todo (excepto el cine francés, que no existe, los juegos de rol, si es que aún existen, los disfraces de época y los coleccionistas de reliquias) y todo es susceptible de combinación con la sustancia inmutable del Canon, cuya lectura y conocimiento (o el deseo sincero de adquirirlo) se dan por supuestos.

Tantos años después y el Gran Juego, el, como me dijo una vez,  “más peligroso que existe”, continúa teniendo sentido para usted…
Para huir del malvado Zaroff hay que seguir corriendo, porque si cesas de jugar y te detienes, estás muerto.

Admin - 20:02:12 @ ENTREVISTAS




Correo
Llamada
Asignación